Por: Miguel Arango Devia

Ese era un día muy especial. Por todas las radio-difusoras se promocionaban los saludos navideños y hasta en los espacios noticiosos, se hacía alboroto por la llegada del mes de diciembre del año 2001 y como era costumbre, volvían a ponerse de moda, las canciones de Rodolfo Aicardi, con los Graduados, Pastor López, Guillermo Buitrago y otros tantos que solo en la época de navidad y año nuevo, le dan al ambiente un aire especial, festivo, de Paz.
Don Hernando Gómez Garavito, transitaba por las húmedas calles de Sogamoso, manejando el bus de color blanco y rojo con los distintivos de la empresa Cootracero, distinguido con el número interno 339 e identificado con las placas JYG-137.
Su ayudante, ese día, fue Luís Miguel Melo Espitia, de 17 años de edad, quien, parado en el estribo de la puerta de entrada del vehículo, meneaba su cadera al ritmo de la música que llenada el espacio, emitido por unos pequeños parlantes distribuidos a lo largo del pasillo del automotor y revisaba la planilla de los pasajes que habían vendido en la taquilla del terminal de transporte de Sogamoso, con destino a Labranzagrande con hora de salida, las 6 de esa mañana.
Poco a poco fueron llegando los pasajeros que compraron el tiquete en la ventanilla. En el puesto de adelante se acomodó Isidro Alba Guío, un profesor de una institución educativa en Aguazul Casanare, quien, además, ayudaba a su familia en la operación de un restaurante en la capital arrocera.
Inmediatamente después se instaló Luis Arturo Cárdenas, un Zootecnista de 20 años, director de la UMATA de Paya, Boyacá, llevaba como equipaje una caja de cartón con medicamentos veterinarios.
Luego seguían, de acuerdo al número asignado a las sillas, el ingeniero Luís Ángel Gil Orduz; la estudiante de medicina Tania Leonor Correa Pidiachi; Mercedes Rivera, funcionaria de la alcaldía de Paya; los estudiantes Jonh Fredy Poveda Bayona y Luís Alejandro Pérez Fernández; los comerciantes, José Antonio Mongui Pérez y Abel Cudris Rodríguez, el ingeniero sanitario y ambiental, Gonzalo Rincón Barrera y más al fondo, Ercilia Garavito Granados y sus dos nietos menores de edad, Juan Manuel Peña Blanco de 11 años y Fredy Alexander Gómez, de 8.
Un poco más tarde de las 6 de la mañana el bus salió del terminal y comenzó a rodar por las calles de la capital del Sol y del Acero, rumbo a los cerros del oriente de la ciudad.
A la altura del Colegio Sugamuxi, unos metros antes de iniciar la subida hacia El Crucero, una persona que estaba apostada en la acera, levantó la mano pidiendo que lo llevara, se trataba de Marco Antonio Aguillón, quien abordó el bus y caminó lentamente por el pasillo mirando a la cara, a cada uno de sus, “compañeros de viaje”. Más adelante, antes de desviarse hacia la izquierda, donde parte la carretera a Casanare, ingresaron dos nuevos pasajeros, Jairo Isidoro Peña y Bertulfo Noa Rosas Arguello, agricultores de profesión.
Un poco antes de llegar a la estación piscícola de Las Cintas, una fuerte explosión dentro del bus, despertó a los pasajeros quienes al abrir los ojos solo vieron una nube de algo parecido a humo, los hizo pensar que el vehículo se había incendiado.
El conductor frenó la nave y abrió la única puerta que tiene este tipo de automotores, por donde lo fueron desalojando presurosos, cada uno de los ocupantes.
Superado el tremendo susto, Luís Miguel, el ayudante, descubrió que el estallido provenía del tanque extintor de incendios que había perdido la válvula de seguridad, algo que jamás ocurre, lo sacó a la carretera donde vació el resto de su contenido y continuaron el viaje.
Desde el sitio que llaman Melgarejo, la parte más alta de la cordillera, antes de empezar a bajar hacia el plan del Páramo de la Sarna, el conductor Hernando Gómez, vio en la distancia, a un grupo de personas alrededor de una camioneta roja y varias motocicletas.
Seguramente pensó que se trataba de la avería del vehículo, le bajo volumen al pasacintas y siguió conduciendo hasta llegar a ese sitio donde los hombres apostados en la carretera, le hicieron la parada, don Hernando intentó esquivarlos tratando de pasar por un lado, temiendo un atraco.
Fue en ese momento cuando apareció, dentro del bus, Marco Antonio Aguillón, el que había abordado en el en inmediaciones del colegio Sugamuxi a quien luego se le conocería con el alias Chiripas, que con un arma de fuego en la mano, a gritos y con palabras soeces, ordenó a Hernando Gómez, detener la marcha del bus y atravesarlo en la vía.
Los hombres que estaban en la carretera, entre ellos alias Gavilán y Renegado, ordenaron bajar a los pasajeros, los acostaron boca abajo sobre la berma, y uno a uno les fueron disparando, hasta causarle la muerte a 15 de ellos, 12 hombres y 3 mujeres.
Del macabro final, solo se salvaron de la muerte, la abuela y los dos nietos, todo por un golpe de suerte. Al parecer, la pistola con la cual le habían disparado a las 15 víctimas, se trabó o se le acabaron las balas del proveedor antes de llegar a los cuerpos de la abuela y sus dos nietos. Otro hecho providencial, es que, en ese momento, apareció un vehículo y los victimarios se asustaron y corrieron apresurados hacia la camioneta y las motos huyendo por la carretera, hasta perderse en el horizonte.
Hoy 24 años después, Casanare llora a sus sacrificados, quienes sin saber porque, fueron víctimas de la demencial violencia que, sin razón, cobra la vida de colombianos que aspiraban ver crecer a su familia.




Entiendo que recordar puede ser doloroso, pero nesecitamos tener presente el Casanare que fue para que no se siga repitiendo y que la sociedad caiga en conciencia y vea que no todo debe estar mal,el Casanare es un lugar mágico,pero debemos recordar el terror que acompaña esa magia.Gran artículo soy estudiante de once nacida en el Casanare y nunca he oído sobre esto, como sociedad tengamos un poco más de conocimiento no nos volvamos incultos en nuestra totalidad, hablemos, empecemos a tener más conocimiento sobre estas cosas para no dejarnos nunca más.