Por: Luis Servando González Ayala
El mismo virus, sólo que hoy mutó. No tuvo compasión, ni hizo distinción entre ricos y pobres, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, niños, perros gatos y gallinas. Igual mató al expresidente de Estados Unidos Woodrock Wilson, al presidente electo de Brasil Rodríguez Alvez, quién no se pudo posicionar a ejercer su cargo después de ganar las elecciones, mató a dos de los tres pastorcitos humildes de la virgen de Fátima, contagió al rey de España Alfonso XIII, quien llegó a firmar enfermo unas actas concluida la primera guerra mundial.
El primer caso conocido en el mundo fue el del cocinero del campamento de soldados Alberth Gitshell del campamento militar Fort Riley en estado de Kansas el viernes 4 de marzo de 1918 en las horas de la mañana cuando acudió a la enfermería tras sentir fiebre y malestar general. En las horas de la tarde había muerto y más de cien de sus compañeros estaban en la enfermería. Con este hecho iniciaba la primera oleada de la más terrible, catastrófica y asesina epidemia que hasta ahora ha tenido la historia de la humanidad.
Un mes después de conocidos los primeros casos de la epidemia, los soldados estadounidenses desembarcaron en Francia, y para esa fecha el virus ya había mutado, pasó a España contagiando a más de cuatro millones de personas y sin ningún control se dispersó por todo Europa y con toda libertad viajó por el mundo entero, esta primera oleada empezó a disminuir en la primavera de 1918. En esta oleada murieron trescientos mil.
La segunda oleada del virus asesino empezó en el otoño de 1918, más exactamente de septiembre y hasta a mediados de diciembre, en estos pocos meses mató a más de cuarenta millones de seres humanos en el mundo, no distinguió edad raza sexo o religión, se contagió una tercera parte de la población mundial, sin contar los millones de animales que también murieron.
Fueron mil millones de personas que sucumbieron a la infección, sin poder hacer nada, sin una cura y sin posibilidad de descubrir su origen. La humanidad entera quedó cruzada de brazos, maniatada, alelada, esperando que el virus hiciera lo que quisiera, que nos matara a todos, que desapareciera la humanidad de la faz de la tierra. Tras una pausa entre diciembre de 1 918 y principios de enero de 1 919 llegó la tercera oleada, fué la última y menos fuerte, aunque no dejó de tener una cifra considerable de muertos en el mundo. Terminó en el verano estadounidense de 1 920, acabando así la terrible amenaza de desaparición de los humanos en el planeta tierra.
Los síntomas en todo el mundo eran iguales, dolor de cabeza. cuerpo y oídos, fiebre, malestar general, diarrea y vómitos de sangre de sus pulmones. parches azules o de color caoba, confundiendo hasta la raza porque hubo blancos a los que su piel se le convirtió en una sola mancha color caoba que bien se confundía con una persona de raza negra. Aparecían los síntomas y los más fuerte sobrevivían, otros duraban vivos hasta cinco días como máximo, otros amanecían enfermos y en la tarde morían, a los que peor les fué, salieron temprano de su casa a trabajar y el virus los mató en el camino. Muchos años después, apenas lograron saber que era una cepa mutada del mortal virus AH1N1, que carcomía los pulmones produciendo hemorragia pulmonar aguda o edema pulmonar, y que esto generaba una neumonía bacteriana secundaria, y que en el mundo no había suficientes ni efectivos antibióticos para salvar nuestra especie.
En el mundo se cerraron escuelas, se prohibieron concentraciones humanas , se obligó a usar máscaras de tela y gasa, se prohibió escupir y se multó con cien dólares a quien desobedeciera la orden. Se intentó la cura con alcanfor, con aceite de ricino, con quinina, con aspirina y hasta con el mortal arsénico. Se llegó a la desesperada cura de recomendar fumar cigarrillo, pero ninguno de estos intentos funcionó.
En muchos países del mundo se construyeron hospitales especializados para atender exclusivamente esta enfermedad, en Bogotá se construyó el Hospital de la Hortúa. Los cementerios colapsaron, los ataúdes escaseaban. En Colombia hubo que hacer fosas comunes para enterrar a las 140 mil víctimas que produjo, aunque estas no fueron para nada comparables con las quinientas mil de México, los dieciocho millones de la India, o los cuarenta millones de China.
Se fue como apareció, sin un aviso, sin una sospecha, sin una pista. Este virus quimera que infectó a más de seiscientos millones de personas y de estas había matado cerca de los cien millones, había hecho entender a la humanidad lo vulnerable que es, nos hizo pensar que de repetirse una pandemia con las mismas características nos podríamos infectar cerca de dos mil quinientos millones y de estos morir más de doscientos millones, y nos hizo reflexionar acerca de la importancia que tiene la inversión de los gobiernos mundiales en el control e investigación científica.
Con la aparición y luego desaparición del virus, en algunos países se legalizó la adopción de niños para poder atender los millones de huérfanos hambrientos que quedaron en las calles, en las Unidades de Cuidados Intensivos de los hospitales se incorporaron las batas, los guantes, tapabocas y respiradores artificiales. En el mundo se creó la liga de naciones que sería el antecesor de la Organización de las Naciones Unidas para la cooperación internacional, y luego la CDC que es una de sus divisiones que le viene haciendo seguimiento científico a este virus de influenza por más de sesenta años y unos laboratorios de Atlanta, analizando restos de personas que mató el virus y que permanecen congeladas desde esa época, mediante técnica biomolecular de genética reversa han logrado secuenciar el genoma y manipular este virus quimera. En esas y las demás investigaciones que se hagan está su futuro, mi futuro, nuestro futuro, el futuro de la humanidad. Mientras tanto estemos expectantes y sigamos viendo como la historia se repite y sigamos conociendo el virus que puede acabar con la humanidad.