24 años de la muerte de Emiro Sossa en una callejuela de Matepantano

Texto: MIguel Arango Devia

Ese 7 de diciembre, era un día muy especial, el cielo totalmente azul, sin una nube, los almacenes de la carrera 19, los de la 20 y Caño Seco, en pleno centro de Yopal, sacaron sus altoparlantes a la calle y a todo volumen, en cada local, sonaba una canción diferente, de las mismas que cada año se ponen de moda por Navidad y Año Nuevo. 

El médico Emiro Sossa Pacheco, merodeaba algunas farmacias veterinarias, buscando unos medicamentos para un pequeño lote de ganado que tenía en la finca de Matepantano, que habían agotado en las droguerías de Carlos Diaz, Carlos Álvarez y Jeremías Silva, sus favoritas, además le fiaban.

Por fin consiguió los medicamentos y se dirigió por los lados del parque principal, manejando el campero despacio, como buscando a alguien, hasta que, por los contornos de la secretaría de salud, vio a Gilberto Coronado, su amigo, el que nunca se negó a acompañarlo. Un par de pitos y el “Cenizo” como le decía a Carlos, por las canas, reconoció el vehículo del doctor Emiro y como si lo hubiera estado esperando, abrió la puerta delantera y se sentó lado del médico, que aceleró el motor del carro, -“¡Vamos P’matepantano!-” le dijo y tomaron la carrera 21 hasta llegar a la calle 24 y por esa salir a la carretera que los llevaría a la finca.       

Una vez en la casa, le entregó los medicamentos al encargado e hizo que llamara a la esposa a la que le entregó unos regalos de navidad, porque –“a lo mejor, no iba a poder venir el 24”-. 

El doctor Emiro dio unas vueltas por los potreros y muy cerca al medio día, optó por regresar a Yopal. El médico iba manejando, se enrumbó por una callejuela pública que conduce de la carretera central a Matepantano y al río Cravo Sur, donde regularmente van algunos al paseo de olla a bañarse o pescar.

Era 7 de diciembre del año 2001, vísperas del “día de las velitas”. El médico mientras conducía, mostraba la congoja por la muerte violenta de los pasajeros de un bus de Cootracero, que fueron masacrados, “arriba en el páramo, al aparecer por un grupo de paracos” dijo. 

Mientras sonaban la música propia de esa época, Gilberto se sentía privilegiado de ser amigo del médico Emiro Sossa Pacheco, quien, en poco tiempo, había logrado convertirse el más importante dirigente político de Casanare. Pasó   de liderar procesos de protesta social como estudiante de medicina de la Universidad Nacional, a ser alcalde de Yopal y Gobernador del Departamento por voto popular.  

En la radio sonaba a todo volumen, “me gusta el ron de vinola, porque me gusta y resulta”. En determinado momento, el médico le bajó el volumen al equipo y le preguntó al compañero de viaje, -¿Que va a hacer en esta navidad?-

-Nada-, le respondió Gilberto, -¡porque no tengo plata!-. 

-¿Cómo así? ¿El gobernador no le ha dado nada? Reclamó el médico

-No, señor, – le respondió Coronado.

Siguió manejando el vehículo y unos metros más adelante, le puso la mano derecha en el hombro a le dijo, -Le voy a regalar un millón de pesos, pero para que mande a su mujer para donde la familia de ella y usted se quede acá, feliz, – 

Soltó una carcajada, le subió volumen a la canción, “pero más yo recuerdo a Lola, porque me gusta y resulta”. Tarariando la canción de Guillermo Buitrago tomó rumbo a la callejuela, buscando la vía, Matepantano-Yopal.

Unos metros más adelante, a la distancia, aparecieron dos hombres caminando de frente al carro, venían descalzos, con la camisa por fuera. A Gilberto le pareció extraño –“pilas, con esos hombres”- le dijo

-“Ay marica”, deje el dramatismo, respondió Emiro, “¿-no ve que esta es una callejuela pública?”- 

No había terminado la frase cuando los hombres desenfundaron unas armas de fuego y de frente apuntaron sobre los ocupantes del vehículo, el médico detuvo la marcha. Uno de ellos, sin dejar de apuntarle con el arma al pasajero, abrió la puerta derecha donde viajaba Gilberto y gritó. -¡Bájese!

Aterrado puso los brazos en alto, mientras el hombre que le apuntaba con una pistola, lo empujo contra el piso, le puso el pie sobre la cabeza y preguntó. 

-Como se llama? 

-“Gilberto, Gilberto Coronado”- respondió.

-“No mienta, hijo de puta, usted se llama Emiro Sossa”-, gritó y le puso el cañón del arma sobre la nuca. No alcanzó a responderle cuando el doctor les dijo.

-“¡Yo soy Emiro Sossa!, que pasa?”.

-“Nos mandaron a matarlo”-, respondió el hombre que estaba con él y sin más dilaciones, sonaron 5 tiros que hicieron eco en la sabana, como cinco truenos de invierno en el mes de octubre.  

No pasaron unos segundos después de los disparos, cuando el carro se puso en marcha, Gilberto levantó la cabeza y vio cómo el vehículo se perdía por la callejuela, envuelto en una nube de polvo.

En un momento pensó, que el médico se les había volado o lo habían secuestrado –“¡pero no¡”, cuando logró sentarse, vio el cuerpo inerme de su líder entre la cuneta de la callejuela, volteó a mirar el carro en la distancia y se inclinó con el propósito de prestarle ayuda al amigo, al compañero de viaje….pero…estaba ¡muerto!. 

-“Sí, ahí, yacía el cadáver del muchachón que había conocido años atrás, abriendo “chambas” ayudándole a don Carlos su papá, a construir el acueducto de un barrio de Sogamoso. El mismo quien había logrado destacarse por su liderazgo en las luchas por las reivindicaciones sociales en la Universidad Nacional. Exactamente el que aterraba a la clase política tradicional con su pensamiento y propuestas, por eso persiguieron sin tregua, hasta, dejarlo ahí, en la mitad de la sabana, en la cuneta de una callejuela de Matepantano. 

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5 comentarios

  1. Bella narración de un hecho tan trágico para Casanare, pero sobre el que merece hacerse memoria para perdurar en la historia.
    #MemoriaHistórica #Casanare

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