Un niño fuera de serie con una lucha poco comprendida

Entre consultorios médicos de Bogotá y Yopal, donde los días parecen transcurrir al compás del asombro y la fe, vive Mathias Rodríguez Salcedo.

Justo hoy cumple nueve años y en este tiempo, ya cuenta con un palmarés amplio de conquistas silenciosas.


Que un niño de su edad pueda tomar agua por sus propios medios o llevar un bocado a la boca podría parecer un gesto simple, casi rutinario; pero en él se transforma en un triunfo, un poema vivo de perseverancia y el gesto más noble de una familia que dejó de vivir su vida por vivir al ritmo inesperado de su hijo.

Un camino inesperado

Corría julio de 2019 cuando Andrea Salcedo y Nicolás Rodríguez, con el corazón dividido entre el miedo y la esperanza, buscaron respuestas para lo que desde hacía tiempo les inquietaba. Su pequeño, aún con apenas meses de vida, parecía caminar por senderos distintos a los de otros niños: no gateaba, no hablaba, no mostraba señales de querer comunicarse con el mundo. A cambio, encontraba fascinación en lo insólito: las cajas de cartón sobre los juguetes, el silencio sobre las palabras.

La incertidumbre se convirtió en certeza aquel día en que escucharon un diagnóstico que cambiaría para siempre sus vidas: autismo no verbal en grado 3. El nombre frío de una condición neurológica se sirvió a la mesa de una familia humilde, como una sentencia difícil de asimilar, pero también como una promesa: la de luchar cada día para que Mathias pudiera abrirse paso en un mundo que rara vez está dispuesto a comprender.

Resistencia

Desde entonces, la familia Rodríguez Salcedo comprendió que su destino estaba sellado por un pacto inquebrantable. El autismo no se trataba de un reto pasajero, sino de una compañía eterna que exigía paciencia, dedicación y, sobre todo, amor. La vida se llenó de episodios tan desafiantes como dolorosos: autogolpes contra las paredes, incomprensión de médicos y extraños, frases hirientes como “a ese niño le falta correa”, o, “ese niño no debería estar cerca de los chicos normales”, y que tal otro de “quién sabe qué hicieron sus papás para que les saliera así el niño”, pero del autismo se sabe tan poco que solo quien lo vive, es el que lo llora.

Y no, no es por culpa de los padres, no es culpa de nadie, es un retador regalo de Dios.

Pero también este niño se llenó de victorias íntimas, invisibles para quien no sabe mirar con atención: una mirada sostenida, un gesto de calma, un sorbo de agua bebido sin ayuda. Cada paso de Mathias se convirtió en una ovación silenciosa para sus padres, quienes entendieron que la grandeza no siempre se mide en logros convencionales, sino en pequeñas conquistas que emanan como milagros cotidianos, una victoria pírrica para la sociedad, pero eterna para quienes se hacen llamar “gente de otro mundo”.

Se busca eco

Andrea y Nicolás no se limitaron a sobrellevar la vida con el autismo. Hicieron de su experiencia una bandera de visibilización, enfrentando no solo los retos del día a día, sino la indiferencia social e institucional que rodea a quienes conviven con este trastorno. En medio del ruido del mundo, ellos levantan la voz por los niños que, como Mathias, tienen mucho que decir aunque sus palabras casi nunca lleguen en sonidos, o se entregue a cuentagotas en un tarareo.

Hoy, en su noveno cumpleaños, Mathias es celebrado no solo por sus padres y familiares, sino también por quienes creen en la fuerza de la inocencia eterna, esa que trasciende el tiempo y se convierte en un faro.

Porque Mathias, con su ternura indomable y su silencio poblado de significados, no solo es un niño fuera de serie: es la prueba viviente de que la vida, cuando se abraza con amor y resistencia, puede ser extraordinariamente rara.

Informe especial, Jorge Duke Suárez, periodista.

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