Con el pitazo final del partido y un marcador de 0-0, entre Nacional y Millonarios, un frío helado recorrió el Atanasio Girardot, de esos fríos que son capaces de sacar los temores más íntimos de los hinchas. Ese frío avanzó por las tribunas, la cancha, los alrededores y todas las montañas. Invadió el cuerpo de los hinchas verdes, que quedaron con una angustia en el alma, mientras los azules, a la distancia, preparan sus agitados corazones, y sus gargantas, para la final de las finales, la batalla definitiva del sábado, la que decretará el nuevo campeón.
Arrancó el partido, la final tan esperada, y las dos caballerizas dieron un paso al frente. Once corazones verdes contra once corazones azules. Choque de dos ejércitos en un campo de precauciones. ¿Quién arriesga primero?, parecían desafiarse los dos equipos, nadie quería tener la primera granada en su campo.
Hasta que Millonarios se animó. Este equipo no sirve para especular. Jader Valencia, el as escondido en la alineación, buscó a Leo Castro, este hizo un enroque con Mackalister, «te la doy y es para gol», le dijo con la mirada, y Silva tuvo todo el espacio para que así fuera: la pelota, tras su remate, le hizo una mueca al palo izquierdo que custodiaba el portero Castillo.
Entonces el DT Paulo Autuori se paró y gritó y en Nacional reaccionaron un poco, un síntoma de vida y de sangre, y recordaron que era una final contra Millonarios, y fue Banguero el primero –el único– que buscó: hizo un ocho y sacó un zapatazo, la pelota fue afuera. Fue un tenue aviso, no una advertencia, no intimidó a nadie, no a los valientes azules que además de coraje llevan música en las piernas, como cuando Mackalister sacó el violín, afinó, puso a sonar a Cataño, tocaron en pared, un taco, dos tacos, tres tacos, melodía y lucha en una misma jugada: el acorde terminó con un remate cruzado de Cataño que comprobó que el palo derecho de Castillo tenía vida: temblaba.
Millos Crecido
Esos jugadores de azul se entusiasmaron, se sintieron invulnerables a la presión del Atanasio, sordos al rumor de las tribunas, pero no ciegos. Mackalister, eficaz prestidigitador, inventó otro taco, de la nada, por arriba de su rival, un lujo en casa ajena, y Castro sacó su cañonazo, pero el portero Castillo puso sus manos milagrosas para evitar el gol.
Nacional parecía aturdido, sin entender cómo era que ese rival se le crecía en su estadio. La afición buscaba con binoculares a Pabón, buscaban con telescopio a Jarlan, ¿dónde están? ¿Están? ¿Vinieron? Banguero creaba problemas sin mucha ayuda. Tuvo que venir Cristian Zapata desde la retaguardia para empujar a los suyos con violento remate, entonces en Nacional supieron que en frente, además, había un arquerazo, Moreno. Antes de terminar la primera parte, el atrevido Cataño casi anota un gol olímpico que dejó al portero exigido, en el piso, maltratado.
En las tribunas clamaban que reaccionaran, ya no preguntaban por el paradero de Dorlan, lo reclamaban, y Dorlan se sacudió con un remate en llamas, el portero Moreno se encandiló con esa pelota de fuego que lo quemó, se le escapó, y tuvo que reaccionar para extinguir en la raya esa pelota que ya iba camino a incendiar la red.
Nacional, en todo caso, era un Nacional a medias, sin poder: un verde desteñido. Millonarios era su mejor versión. Un azul vivo.
En la segunda parte Pabón quiso desquite y dinamitó al arco de Millos con un tiro libre abajo, al palo donde esperaba Moreno.De lo poco para el verde, de lo único.
Luego empezó su cruel lucha con el reloj, Nacional no quería empate, pero casi pierde cuando Mackalister hizo rozar la pelota con el travesaño en otro ataque de fantasía.
Si Millonarios se animaba un poquito más, quizá lo ganaba. Se vio mejor, se vio más fuerte. Nacional dejó un mal sabor, y por eso cuando el partido se acabó, los hinchas locales quedaron con esa sensación de angustia, eso de saber que pudo ser peor y que falta ir a Bogotá a pelear la estrella.