Monserrate inclusivo en un viernes santo

Subimos al cerro de Monserrate con unos amigos a lo colombiano y vimos como la inclusión, todavía seguía atravesada por los modelos de aquella curva modelada por los gobiernos y la política. Así nos fue.

Por: John alexander Díaz

Son las Cinco y media de la mañana y los rayos del sol son una especie de fantasía que van apareciendo arriba sobre la montaña, cubierta todavía de esas nubes bogotanas que lo tiznan todo. Nosotros vamos subiendo la carrera diecinueve osados buscando el alto Monserrate, esa aventajada montañita que a cuento de dioses y milagros, va trayendo a cristianos, deportistas, viajeros, caminantes hasta esta nevera citadina.

Todos venimos trayendo sudadera o ropas suelta que nos alivie con el sudor, el que desde que nos planeamos este viaje, ya pronosticábamos.

La subida al cerrito siempre será prometedora. Nosotros venimos con la idea de volver a reconocer esos espacios que nos llenan de orgullo a los bogotanos por darnos a conocer en toda Colombia y por su puesto en algunas partes del mundo. Monserrate es uno de esos lugares que alguna vez en la vida hay que visitar. En algunos de esos encuentros con la espiritualidad, los bogotanos hemos asistido desde niños, ya traídos algunos por el acto cristiano de los jueves o viernes santos, atraídos por la búsqueda de un milagrito, por ver la ciudad desde los altos, por disfrutarse la naturaleza o -que son muchos menos- para comer en uno de sus restaurantes.

No vinimos esta vez con Peñalosa porque temíamos de verdad que nos hiciera perder entre alguno de los escalones de la subida, en medio de los árboles si cogíamos alguna trocha o que nos empezara a enredar con que en ese espacio del cerro se pudieran construir unos buenos apartamentos con vista a la ciudad y un Transmicable que cubriera la ruta calle diecinueve altos de Monserrate. Deseamos entonces dejarlo allá entre libros y diplomas, estudiando para haber si termina algún día la carrera, porque también temíamos que de pronto le enviara de nuevo el ESMAD a las personas con discapacidad del cerro, así como lo había hecho en su alcaldía.

Al menos esta vez si quisimos invitar al Duque; gentil muchacho amiguísimo de la Martuchis que en los paseos nos divierte con su toque de guitarra y jugaditas de balón. Aunque no lo vamos a negar, nos daba miedo que si nos encontrábamos a conocidos extranjeros arriba de la montaña, este los saludara con un saludes del presidente y que nos hiciera sonrojar de pena.

Bueno, ya luego llegamos a la entrada del cerro, ahí donde los torniquetes atrancan la subida, y se los juro que pensé en que a esto le faltaba estudiantes de la Nacional para que no dejaran poner esos molestos torniquetes que atrancan la entrada y no permiten un paso ligero. Torniquetes al estilo del INCI, del Transmilenio, de la Sergio, de la Ponti, de algunos ministerios, que truncan el paso del ciudadano del común, pero apertura el flujo de las finanzas públicas. -a veces esos mismos torniquetes que permiten el entrar pero dificultan el salir, como los de la Jave que no dejaron salir a Darcycita de pregrado.

Ya pasados los anteriores, llegamos al primer escalón de la entrada, nos faltaban mil treinta y tres para encontrarnos con el Santuario del señor de Monserrate. Antes por recomendaciones de Fajardo, el paisa, habíamos buscado en Google para saber cuántos escalones tenía el cerro para subir, con qué nos encontraríamos al llegar a la cima, cuánto tiempo nos tardaríamos y con qué diversiones nos encontraríamos por el camino. La verdad, fue una experiencia que nos evocó los modelos de la discapacidad, escalón por escalón, como aprenderíamos en la maestría en inclusión.

No llevábamos más de cien escalones, cuando vimos que el gordito aquel que siempre se sentaba en medio del descansito de la escalera, con platón en medio de su pierna, sin una de ellas, ya no estaba; pudimos pensar entonces que la prescindencia se lo había llevado o que acaso el Platón (y esta vez el de la República) había dictaminado de nuevo que todos aquellos lisiados no deberían estar por ahí y que fueran lanzados a las afueras de la polis para ser comidos por los animales. De verdad nos extrañamos. Al tiempo y sin medir distancia, uno de los del grupo nos calmó diciendo que pudo habérselo llevado más bien alguna patrulla del ejercito para brindarle trabajo o ponerlo a coger café. No entendimos con claridad, porque un hombre sin una pierna que solo sabía pedir limosna, que iba a poder coger café: pero luego entendimos que son de esas cosas extrañas que solo pasan en Colombia, como le pasó a aquella persona con hemiplejia que lo cogieron con un fusil en su brazo paralítico y luego ya no volviera a casa.

Más adelante, aunque seguimos caminando, reparando en la inclusión que promovía Monserrate, pudimos ver, con un poco de pesadumbre, a una mujer a quien le faltaban sus dos brazos, haciendo plegarias mientras subía los escalones, pidiendo acaso por la redención de su alma y por la devolución de sus brazos. Aunque era vista con admiración por los demás caminantes, a nosotros nos causaba impresión que dejara descubiertos los cortes de sus brazos; luego al interrogarle, entendimos que hacía parte de su penitencia, dar a conocer las lesiones ocasionadas para que a ninguna otra mujer se le enjuiciara a mano propia y su victimario quedara libre por falta de cargos. Entendimos entonces de qué se trataba y sin pensar en perdones sociales ni que ocho cuartos, logramos acompañarle en su dolor.

Cada uno de nosotros venía ya cansado cuando estábamos alcanzando el lugar predispuesto para las comidas, y cada uno anhelábamos un vasito de agua, un totumado de chicha o guarapo o un jugo fresco preparado por los tenderos del alto del cerro y gastado por el dinero que traía Gustavito entre las bolsas. Estábamos todos distraídos mirando el panorama y chismoseando las curvas de quienes subían por el camino, cuando escuchamos de Mafe un grito que nos hizo volver la mirada hacia donde ella estaba: “estudie vago”, le dijo, no sabíamos bien a quien se refería, pero al seguir la mirada que ella tenía entre desprecio y burla, nos encontramos con un hombre ciego que tarareaba una fea canción, al tiempo que hacía sonar el tarro de las monedas. -Uy si toca mal la guitarra expresaba Duque, criticando también al amaurósico. -No sean tan cabales, les dije, reprochando su actuación pues les argumentaba que la cifra del desempleo en Colombia estaba por encima de los dos puntos, que muchos eran vendedores informales y que los cupos universitarios eran limitados a los que pudieran entrar por lo s torniquetes de las públicas y los pagos de las privadas. Que además, se notaba que aquel hombre ciego no había terminado la básica y que se notaba que era una víctima o desplazado que no estaba tenido en cuenta por el estado. A lo que gritó el que le decía ficho al cartón del turno: así vamos a quedar cuando nos expropien. Pendejo me lancé a gritarle, más expropiados para dónde, con millones de desplazados que tenemos, con millones de colombianos en el extranjero, con veintitrés millones de pobres… y seguía yo con mi perorata cuando fui interrumpido otra vez por Mafe, que esta vez hablaba con el amaurósico para que se armara y defendiera este país. Tragué del agua que bebía. Silencié. Miré hacia lo alto del cerro que me faltaba subir y me dije: ¡tú, déjate venir!

Ya luego nos recuperamos, todo volvía un poco a su calma, a su curso normal, habíamos avanzado un escalón más luego de habernos encontrado el aviso que decía que íbamos en la mitad del camino. Todo era sudor, sed, calvario y más escalones. Luego, en el escalón quinientos dieciocho, vimos a una anciana que gateaba mientras subía, con su espalda desnuda, flagelada y llevando un cartel que decía: “sánamelo, señor, y levántalo de aquella silla”. Todos al unísono entendimos que ella estaba todavía en etapa de duelo, en el reconocimiento de la discapacidad de su familiar y que acaso buscaba una redención para aquel cuerpo del hombre que todavía estaba entendido como invalidez. Retiré mi mirada. Volví rápidamente a donde Mafe para que no fuera a decir ninguna otra babosada, miré receloso a Duque, mientras avanzábamos en el recorrido a los escalones que nos faltaban.

No había pasado mucho tiempo desde aquel suceso, cuando vimos entre cachorros y familiares, a una pareja de personas con discapacidad intelectual caminando de la mano, girando en la curva que tiene los escalones de dos o tres pasos. Tenían una tierna sonrisa y subían acaramelados mientras los familiares de cada una de las familias los animaban a escalar. Con poca atención pudimos notar, que las dos familias se habían unido para apoyar esta relación, la cual notamos que muchos de los caminantes miraban con recelo, pero que otros apreciaban y sabían que en la diversidad también se puede vivir. Celebré en silencio santo.

Pasadas una hora y catorce minutos, Francia anunció la llegada pues era una de las primeras que había llegado y cansada de la travesía nos dijo que era posible vivir sabroso y alcanzar la meta con dignidad, cosa que agradecimos, pero no creíamos de a mucho pues lo que queríamos a toda ansia era descansar. Nos sentamos sin haber alcanzado todavía el escalón 1032, el que finalizaba la subida, faltándonos algunos para poder cantar victoria o el aleluya porque ya casi había empezado la misa de la mañana. Los más míseros se apresuraron a subir para escuchar los primeros cánticos que anunciaban el viernes santo, los otros los seguimos para no quedarnos solos entre el desorden de Colombia que se apeñuscaba en las escalas de la iglesia, y a Duque lo vimos coger hacia el lado del restaurante de tamales y chocolate Bogotano donde luego lo encontramos de nuevo reposando con una empanada de pollo y carne en su mano. No mano le dijimos, usted disfrutando solo mientras el resto nos toca apretarnos el cinturón. No dijo nada y le ofreció una de sus empanadas a su hermano. Nada que decir, a estos viajes también viene el hermano del Duque este, porque ha venido aprendiendo a hacerle los coros mientras él toca la guitarra y los demás le coreamos una canción.

 Al rato, ya estábamos todos de nuevo viendo la ciudad desde los ventanales de aquellos restaurantes a los que la mayoría no pueden entrar, ya porque pertenecen a los diecisiete millones de colombianos que viven con dos dólares diarios, o los cinco millones que viven con un solo dolarito. Nosotros que éramos contratistas y vendedores de queratinas, teníamos un poco más para comprar desayuno en aquellos lujosos restaurantes aunque supiéramos que nos tocaría comer en el almuerzo de los de la plaza de las nieves ya cuando estuviéramos de nuevo abajo. Este era uno de los milagritos de los que podíamos disfrutar, mientras la inflación nos volvía como Venezuela.

Desde aquellos ventanales de los restaurantes pudimos ver con alegría a un grupo de sordos que se comunicaban en lengua de señas colombiana, señalándose cada cosa, dando instrucciones a cada uno de los grupos, y especialmente era una mujer la líder del grupo a quienes todos le obedecían. Los vimos pasar una vez hacia el camino de escalas que emulan las estaciones del hombre caído, luego a la pila de los deseos, luego narrarle la misa de la mañana, luego pedir por ellos en el restaurante un chocolate santafereño, y yo me alegré de que ellos no tuvieran que oír los desatinos de la Mafe como el cielo nos había predestinado al resto de los mortales.

Allí estuvimos un poco más del medio día compartiendo canciones que nos cantara el Duque con su guitarra, riéndonos de los disparates con que salía la Mafe, criticando los trinos del patrón de patrones, burlándonos del que dice fichos y viendo pasar los milagros que muchos de los que aquí pedían para ser sanos de lo que consideraban era una enfermedad, siendo una discapacidad.

Luego ya bajamos de nuevo los 1032 escalones, recordando uno a uno los sufrimientos que viven aquellos que no han podido visitar Monserrate y a los que no se les ha cumplido ningún milagrito, sintiendo la redención del señor caído mientras nos metíamos de nuevo a la Bogotá que solo es sostenida por el cuidado de este gran cerro, adorado y ofrendado primero por los indígenas de la Bacatá y luego por los cristianos herederos de los españoles.  

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